Thmubnail
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El paisaje era agreste y la vegetación escasa. No había sombra ni tampoco caminos que conectaran el campo con otras localidades; sólo piedras y cielo. Esporádicos ranchos criollos fueron los únicos símbolos de civilización que Hedwig Behrend, la mujer de Helmut, encontró al llegar. Ella fue la primera alemana en recorrer el terreno. Vio breves praderas, vio la cima de los cerros que acorralaban el campo, vio el agua que bajaba desde esas cimas buscando el valle. ¡El lugar le pareció perfecto! Decidieron avanzar con la compra. 
Habían llegado desde Berlín para vivir en Buenos Aires hacía algunos años y, aunque añoraban volver a Alemania para pasar sus vacaciones, la situación política alejaba ese anhelo cada día más. El mundo iba poniéndose tenso, otra vez. La consolidación de nuevas potencias y la profundización de las crisis económicas en Europa crispaban las relaciones hacia afuera y hacia adentro de los países. En las charlas de café de los círculos alemanes que frecuentaban ya comenzaba a elevarse la voz. Las discusiones sobre geopolítica y nacionalismo iban generando adhesiones cada vez más enfrentadas; las posturas comenzaban a radicalizarse. Quizás por alejarse de ese clima de creciente hostilidad, los hermanos de Hedwig no dudaron en trasladarse al nuevo campo cordobés, en medio de la nada, para comenzar a dar forma a este lugar de vacaciones familiares.
Se instalaron en carpas ante una aventura que parecía imposible: construir un camino en plena montaña, montar un vivero y edificar una casa de adobe para hacer aquel sitio habitable. Así, mientras el mundo ingresaba en una espiral de locura que parecería no tener fin, este grupo de personas iniciaba en Córdoba la construcción de un paraíso. Según dicen, el impulso para lograrlo estaba escrito en su sangre: “Es el ritmo centroeuropeo: el empuje del alemán y del austríaco que los lleva a tener lo que tienen y a recuperarse de las grandes catástrofes”, explica Grety Cabjolsky, nuera de la pareja de pioneros.
En principio, una casa de adobe con un par de habitaciones sería suficiente para recibir familia y amigos. Pero a medida que el paisaje iba tomando forma cada vez eran más los que querían conocerlo. Los Cabjolsky - Behrend decidieron mudarse allí de modo permanente cuando Siemens apartó al Dr. Helmut de su cargo en Buenos Aires, luego de corroborar que su madre tenía ascendencia judía. Así, lo que era una casa de veraneo se convirtió en vivienda permanente. Además, el  boca en boca, se encargó de difundir la belleza del lugar en los círculos europeos y rápidamente la idea de un sitio que fuera  exclusivamente para la familia se diluyó para dar paso a un proyecto más grande. 
La pequeña casa se transformó en una hostería, que hoy sigue funcionando como Hotel La Cumbrecita, y Cabjolsky le pasó la posta a su hijo mayor, el Ing. Helmut Cabjolsky. La premisa fue clara: edificar un pueblo alpino en el corazón de las sierras. Influenciado por ideas de profesores conocidos de la familia, el ingeniero planificó el loteo, el trazado de calles y la provisión de agua. Fue él quien diseñó los mayores emblemas del lugar: el puente que da inicio al área peatonal, la austera capilla abierta a todos los credos y la fuente situada al lado del sendero que conduce al bosque.
“Mis hijas siempre dicen: ‘papá era un genio’. Vivía en su mundo y fabricaba ahí dentro sus ideas. Era muy callado, pero tenía una gran capacidad arquitectónica y de ingeniería y la iba aplicando”, relata Grety al recordar esa época. 
Diferentes familias de distinto origen comenzaron a llegar a la Cumbrecita. Cada una de ellas fue dotando al pueblo de una identidad que lo volvió único. La importancia de los compradores del campo es, claro está, fundamental, pero podríamos decir que La Cumbrecita es en esencia una creación colectiva nacida en esa primera comunidad. Por un lado, la distancia con sus países de origen los llevó a replicar algo de lo perdido; el estilo de las construcciones o los nombres de los lugares son una clara muestra de esa nostalgia. Sin embargo, la mirada siempre estuvo puesta en el futuro; día a día se fue construyendo este paraíso abierto a todos, que en algunos momentos parece un escenario del pasado, en otros se asemeja a un cuento de hadas, y a veces se parece al futuro. 

Los otros protagonistas
La fundación de La Cumbrecita no hubiera sido posible sin el aporte de los habitantes locales que, mucho antes de la llegada de estos europeos, ya vivían en la zona. Cuando los alemanes tocaron su puerta, la primera reacción de Victoria Giménez fue de desconfianza. “La mayoría de los peones eran de acá y los llamaron para trabajar con los Cabjolsky. Los criollos se comunicaban bien entre ellos porque se conocían, eran gente humilde y vergonzosa. En cambio, las personas de afuera estaban más unidas entre ellas porque eran gente de otra cultura”, cuenta.
Pronto comenzaron a trabajar juntos y, no sin algunas dificultades, los saberes se fueron fusionando. La anécdota de la primera construcción hecha por europeos en el pueblo parece una alegoría. Los hermanos Behrend necesitaban construir una vivienda para la llegada de la familia Cabjolsy, pero aunque se esforzaban por elevar los muros, el adobe insistía en desplomarse en el piso. No había caso. Luego de varios intentos, fueron los criollos los que compartieron la técnica correcta; el barro sin guano no se consolida. Para construir hay que mezclar con  bosta, si no, se cae.
Mientras los hombres se dedicaban a cuidar ovejas y levantar edificaciones, a Victoria y a su hermana les ofrecieron realizar tareas de limpieza y de cocina en la hostería. “Los pobladores de la región son los que acompañaron el empuje del extranjero, si no hubieran querido, esto no se hubiera podido realizar. Fue producto del trabajo arduo y de la unión de todos”, recuerda Grety.
Un paraíso para todos

De raíz criolla y centroeuropea (aunque no exclusivamente), este pueblo fue creciendo hasta parecerse a aquel sueño de los pioneros. El primer pueblo peatonal de la Argentina es, de a ratos, una postal de la Baviera y por momentos un rincón criollo como pocos quedan. El bosque es el medio natural en el que La Cumbrecita está inmersa; cuando ese escenario se combina con un guiño de identidad (una construcción alpina que asoma, un ruido de caballos que pasan a lo lejos), todo cobra otra dimensión. 
¿Qué hacer en La Cumbrecita? Conectarse con ese paisaje donde lo cultural y lo natural se fusionan, recorrer los senderos que suben a las sierras, caminar por el bosque buscando La Capilla, disfrutar de las recetas de la tradición europea y también de la criolla.  Demorarse en la charla con los vecinos, escuchar sobre Secundino López y también sobre Tante Liesbeth… El pueblo abre sus brazos para recibirnos. Quien visitó La Cumbrecita sabe que hay magia en ella, no en vano somos tantos los que seguimos buscando su refugio, donde la naturaleza y el hombre sueñan armonía; nuestro lugar en el mundo.